Maracaibo, 1740. Cuando Catalina Ordaz pisó por primera vez el puerto de Maracaibo, dos ideas obsesivas le rondaban la cabeza: jamás sentiría esas tierras inhóspitas como su hogar y nunca se doblegaría ante su primo Tobías, por mucho que la obligaran a casarse con él. Ella siempre pertenecería a Vizcaya y a Mateo Aspériz. Su corazón se quedó en la tierra que la había visto nacer y con el hombre que la había besado por primera vez. La que llegó a Maracaibo era tan solo una cáscara vacía, un cuerpo hueco y sin alma que se veía obligado a tomar un rumbo que no deseaba, pero la vida (eso lo había descubierto hacía poco tiempo) no siempre era como uno deseaba que fuera.
La impresionó el enorme trasiego que había en el puerto. Acababa de descender del buque que la traía desde España y a lo largo de la travesía tuvo tiempo de sobra para imaginarse cómo sería aquel apartado rincón del mundo y también su futuro marido. Pronto descubriría que en ambos aspectos se había equivocado.
Imaginó Maracaibo como un desierto sin apenas casas o gente. En las largas cartas que su tío Gaspar le enviaba a su padre, se describía el lugar como un infierno en la tierra. El calor era sofocante, especialmente para la gente que, como ellos, estaba acostumbrada a las frías temperaturas del norte de España. Claro que no solo el calor era algo digno de tener en cuenta, también la dificultad para encontrar las comodidades mínimas que en Europa eran tan habituales. El tío Gaspar Ordaz relataba las vicisitudes que había tenido que superar para levantar la hacienda cacaotera, abastecer de agua sus tierras y construir un camino que entroncara con Maracaibo, pues sus propiedades estaban bastante alejadas, hacia el noroeste por el camino real de Río Hacha. Con lo que no había contado Catalina era con los años transcurridos desde esas cartas hasta la actualidad. Ella era apenas una niña cuando su padre las recibió y se las leía a su madre y a ella ante el fuego de la chimenea de la hermosa sala de su casa solariega, allá en Vizcaya. Pensar en su casa hizo que se le encogiera el estómago. Sí, habían pasado muchos años y aquel lugar no se parecía a lo que su tío describió entonces.
Maracaibo no era tal y como se lo imaginaba. No solo el buque estaba anclado en el puerto, sino que varias goletas iban a zarpar rumbo a España cargadas de mercancías y el muelle estaba lleno de gente y de mulas en cuyas grupas se amontonaban los objetos preciosos y los alimentos que partirían en breve rumbo al Viejo Continente. Le llamó la atención también el extraño olor que flotaba en el ambiente, una mezcla de plantas aromáticas y especias muy particular. A veces, la suave brisa le traía algún olor que creía reconocer, pero que no permanecía lo suficiente en su memoria como para ponerle nombre, pues era sustituido rápidamente por otro que le resultaba del todo desconocido. Olía bien, muy bien, eso tenía que reconocerlo, y ese pensamiento, viniendo de ella, era algo muy positivo, pues poseía una nariz privilegiada.
El calor era como una húmeda lengua de fuego que le dificultaba la respiración y convertía su hermoso vestido a la moda francesa en auténtico plomo sobre su cuerpo cansado y sudoroso. Sólo pensaba en un baño, un buen baño de agua fresca.
Tan pronto abandonó la pasarela del buque y puso ambos pies en tierra firme, se dio la vuelta para ayudar a su madre, cuyo delicado estado de salud se había visto empeorado por el larguísimo viaje, pero ya estaba siendo ayudada por el tío Anselmo. Catalina frunció los labios con un gesto de desprecio solo perceptible para Nana Victoria, que había cuidado a la joven desde que era un bebé y la conocía demasiado bien como para no darse cuenta de que la actitud hacia su tío había cambiado radicalmente desde hacía unas semanas. Desde pocos días antes de emprender aquel viaje, en realidad.
—Iré a comprobar que se ocupan correctamente de los baúles —dijo don Anselmo a su hermana, la madre de Catalina. Esta se apoyó en el brazo de su hija y respiró con dificultad.
—¿Se encuentra mal, madre? —Catalina parecía preocupada. La respuesta era obvia. Por supuesto que se encontraba mal. Llevaba meses encontrándose mal y aquel viaje había sido demasiado para ella. La joven sólo quería saber, en realidad, si se encontraba tan mal como siempre o si había empeorado.
—Estoy bien, querida —le respondió con voz entrecortada, tratando de sobreponerse para no preocupar a su hija. Nana Victoria, que rondaba los ochenta años, se dio cuenta enseguida de que la señora marquesa estaba a punto de desfallecer debido al cansancio, al calor y a la humedad del ambiente, así que olvidó su propio malestar y la tomó del otro brazo para ayudar a Catalina a llevarla. ¿Pero llevarla adónde? Tobías Ordaz debería estar ya allí, esperándolas con un carruaje preparado. Su falta de delicadeza y previsión hicieron que Catalina lo odiara un poco más de lo que ya lo odiaba. Tampoco el tío Anselmo aparecía por ninguna parte. Como siempre, no estaba donde tenía que estar cuando se le necesitaba.
—La señora marquesa, imagino —escucharon decir a sus espaldas. La voz masculina tenía un timbre grave y firme. Las tres mujeres giraron las cabezas a un tiempo y se encontraron con un hombre alto y bien parecido que las observaba con un rostro excesivamente serio como para considerarlo amistoso.
—¡Querido muchacho, cómo has crecido! No te hubiera reconocido ni en un millón de años. La última vez que te vi, aún eras un niñito flaco y malhumorado —dijo la marquesa con una sonrisa en el rostro que no lograba disimular su malestar físico.
«Aún se le ve malhumorado», pensó Catalina, y justo en ese instante, como si él le hubiera adivinado los pensamientos, sus ojos se posaron sobre ella. Eran unos ojos ambarinos que habrían sido hermosos si desprendieran calidez en vez de aquella gélida superioridad. Tenía el pelo negro y brillante de los Ordaz. Se parecía al tío Gaspar o, al menos, al retrato que de él colgaba sobre la chimenea de la biblioteca de su casa de Vizcaya y poseía una complexión demasiado fornida para ser un caballero. Era tan alto que las tres mujeres tuvieron que elevar la mirada hasta que el sol las cegó casi por completo y él, con un solo gesto, se interpuso en la trayectoria para taparlo. Iba vestido con un elegante traje beige y una camisa blanca que resaltaba su piel bronceada. «No sé por qué está tan moreno, seguro que no pasa demasiadas horas al sol», pensó la joven. Al fin y al cabo, otros lo harían por él. Sus esclavos. Recordó entonces a su adorado Mateo Aspériz. Él no había tenido la suerte de nacer en una familia como la de los Ordaz y tuvo que trabajar duro desde muy niño. Cada cosa que poseía, pequeña o grande, la había logrado con su esfuerzo.
—En cambio, yo la reconocería en cualquier parte, tía. Está usted como siempre —dijo Tobías, galantemente. Catalina chascó la lengua con impaciencia sin darse cuenta y él la oyó.
—Eres encantador, querido, pero me temo que el viaje no ha ayudado mucho a mejorar mis dolencias, que ya eran muchas —le respondió la marquesa.
—El carruaje está aquí mismo —indicó un hermoso coche de caballos cuya madera mostraba los signos que sobre este material imponen el excesivo sol y también el salitre del mar—. Déjeme que la ayude.
Se acercó a la marquesa y miró con insistencia de halcón a Catalina.
—Permítame, prima —le dijo, dirigiéndose por primera vez a ella. Catalina sintió un escalofrío recorriéndole la espalda. Aquel hombre era un témpano de hielo y por alguna extraña razón, la miraba con suspicacia, como si supiera todos sus secretos, aunque eso era imposible… No podía saber lo de Mateo Aspériz y menos aún podía saber lo otro. Pero la miraba como si lo supiera, como si ella fuera indigna de todo cuanto tenía y de todo cuanto iba a poseer tras el matrimonio.
Catalina se apartó de su madre, permitiendo que Tobías tomase del brazo a la anciana y la llevara hasta el carruaje. A medio camino, el tío Anselmo los interceptó y extendió la mano hacia el joven.
—Anselmo Iturgáiz —se presentó solícito—, el hermano de su tía. No sé si me recuerda.
—No creo que este sea el mejor momento para presentaciones, don Anselmo. Mi tía está agotada y será mejor que se siente cuanto antes —dijo Tobías, haciendo gala nuevamente de su frialdad.
—Por supuesto, tiene razón. Lo primero es que mi hermana se acomode —el tío Anselmo simuló una preocupación que estaba muy lejos de sentir. No era el amor fraternal o la preocupación por el bienestar de nadie, excepto del suyo propio, lo que había impulsado a Anselmo Iturgáiz a emprender aquel viaje hasta Maracaibo. En realidad, perseguía los favores del joven Ordaz, sobrino de su hermana y riquísimo. Anselmo se había arruinado hacía más de un año y a duras penas había logrado disimularlo ante su hermana. Cambiar de continente le venía bien para empezar de cero sin que sus acreedores le pisaran los talones y lo amenazaran de muerte. Aquella boda era su salvación. Estuvo a punto de no llevarse a cabo por la terquedad de Catalina, pero él guardaba un as bajo la manga y logró obligarla.
Cuando los cuatro estuvieron acomodados en el carruaje y este partió rumbo a la hacienda, Catalina fijó la vista en el paisaje para no tener que mirar a su primo y a su tío, que se habían sentado frente a ella. Miraba, sin verlo realmente, el pueblo. Sus pensamientos habían volado lejos, hacia España, hacia Mateo. Había tomado fuertemente la mano de su madre, sentada a su lado, que no perdía detalle de las bodegas existentes cerca del puerto, donde se guardaba buena parte de las mercancías que iban a salir hacia Europa o que llegaban desde los Andes y Cartagena de Indias. Tampoco le pasaron desapercibidas a la marquesa, allá a lo lejos, las madereras que explotaban los manglares y de cuyas instalaciones salía la madera con la que se construían las embarcaciones y los edificios del pueblo. Se dirigieron al oeste, por el camino real que llevaba a Río Hacha. Pasaron frente a una ermita y la vegetación comenzó a cambiar según se iban alejando del lago, pues el puerto de Maracaibo se encontraba ubicado en un gran lago que se abría al mar Caribe a través de una estrecha lengua de tierra. El suelo iba volviéndose menos verde y más desértico, hasta que todo lo que veían era una llana extensión terrosa salpicada, aquí y allá, por algún que otro cactus. Esto fue lo que sacó a Catalina de su ensimismamiento: el color ocre del paisaje, tan distinto al verdor de su tierra natal. Se preguntó cómo podía salir adelante una hacienda cacaotera en medio de tal aridez. No tardaría en averiguar que las haciendas dedicadas al cultivo del cacao se levantaban siempre cerca de un río, pues eso permitía irrigar el terreno en épocas de sequía. Se construían canales que servían, al mismo tiempo, para regar la tierra cuando estaba demasiado seca y para drenar los terrenos en el invierno, cuando la temporada de lluvias anegaba los cultivos, pues el exceso de humedad podía dar al traste con la cosecha de cacao.
El viaje era largo e incómodo. Debían soportar el incesante traqueteo del carruaje por el camino lleno de piedras. La joven fantaseó con la idea de no verse obligada a hablar, pero era imposible.
—¿Han tenido buen viaje? —preguntó Tobías Ordaz.
—¡Magnífico! —respondió el tío Anselmo—. El buque era mucho más cómodo de lo que nos podíamos imaginar, ¿verdad, Catalina? —el hombre trató de introducir a su sobrina en la conversación y su mirada fue tan explícita, que a ella no se le ocurrió ignorarlo.
—Sí, fue un viaje cómodo —dijo, sin demasiado entusiasmo—. ¿Cómo llegará Nana Victoria hasta la hacienda? —quiso saber ella, dando un giro radical a la conversación.
—No creo que el medio de transporte de una simple criada sea una conversación agradable para pasar el rato hasta llegar a nuestro destino —comentó Anselmo con impaciencia.
—Esa simple criada, como usted la llama, es la que nos ha hecho el viaje tan cómodo, querido tío. Además, Nana Victoria no es solo una criada. Es mucho más que eso —respondió ella, poniendo mucho énfasis al llamarlo “querido tío”. A Catalina no le hizo falta mirar a Tobías Ordaz para darse cuenta de que la observaba extrañado.
—Viaja a lomos de una mula. Viene justo detrás de nosotros —le informó él, con aquella voz gélida que era capaz de enfriar un ambiente tan sofocante como aquel.
—¿Nana Victoria a lomos de una mula? —se sorprendió la joven. Le lanzó una mirada acusadora a su futuro marido—. ¿Es que no existe cortesía y piedad con los ancianos en este lugar apartado de Dios? —la voz de ella se había vuelto exigente y altanera, podría decirse que incluso despectiva. Tobías alzó una ceja y la estudió durante unos segundos.
—Me temo que no había otro modo de viajar. No tengo más que un carruaje. Ahora bien, si su cortesía y su piedad le impiden dejar que la anciana viaje a lomos de una mula, prima, quizás quiera cambiar su sitio por el de ella —la marquesa ahogó un grito de asombro y el tío Anselmo abrió desmesuradamente los ojos. Catalina se dio cuenta de que él la estaba retando porque creía que no iba a bajarse del carruaje. Se miraron durante unos segundos, midiéndose el uno al otro. La joven se preguntó por qué Tobías sentía tanta animadversión por ella. Tal vez la madre de su primo, la tía Felisa, había cumplido su palabra de contarle los verdaderos sentimientos de la muchacha, tal y como había amenazado. «Siempre he tratado de describirte de forma agradable en mis cartas, querida, pero como comprenderás, después de haberte escuchado llamar salvaje y ordinario a mi hijo, debo decírselo a él, para que sepa a qué atenerse contigo. Hasta ahora traté de que parecieras una dulce palomilla, pero ciertamente no lo eres», le había asegurado la tía Felisa tras presenciar una de las muchas discusiones de ella con su padre cuando se trataba el tema del matrimonio. O tal vez Tobías amase a otra persona, como le ocurría a ella.
—Hágalo, pues. Detenga el carruaje —le dijo la joven, alzando la barbilla de manera desafiante. Tobías no se lo pensó ni un segundo. Tampoco trató de hacerla cambiar de parecer. Dio dos golpes con el puño en el techo y el carruaje se detuvo en el acto.
—¡No se te ocurra bajar, muchacha insolente! —amenazó su tío, pero ella hizo el ademán de levantarse de su asiento y entonces fue su madre quien la agarró del brazo con toda la fuerza que su estado de salud le permitía y casi le imploró.
—No hagas estupideces, hijita. Nana Victoria no permitiría ni loca que viajaras a lomos de la mula. Siéntate, por favor. Ella estará bien. Además, ¿no pensarás disgustar a tu madre para ayudar a una criada, o sí? —la marquesa comenzó a respirar con dificultad tan pronto como terminó de pronunciar la última palabra. Fue esto lo que detuvo a Catalina y no la amenaza de su tío o el miedo a la incomodidad y el ridículo de verse sobre una mula. Tomó asiento de nuevo y Tobías le indicó al cochero, con un golpe seco, que reanudara el viaje. Los ojos de Catalina echaban chispas cuando él la miró con toda su arrogancia y su cinismo.
—¿Este es el modo en el que se trata a las damas aquí, sobrino? —el reproche en la voz de la marquesa era evidente. Tobías la miró y suavizó el tono que antes había utilizado para hablar con Catalina.
—No nos andamos con delicadezas por estas tierras, querida tía. Los lugares duros necesitan gente dura. Además, creí que si a mi prima le resultaba tan insoportable la incomodidad de la anciana, quizás se sentiría mejor cambiándose por ella… —él desvió la mirada desde la marquesa hasta Catalina con cierto brillo irónico.
—No, señor, se equivoca. En realidad, pensé que, siendo usted un caballero, se cambiaría por ella, pues ir a caballo no creo que le resulte una novedad, ¿o sí? —también había burla en las palabras de la joven.
—En primer lugar, prima —le dijo con dureza—, no traje mi caballo porque no creí que fuera necesario, ya que contaba con tres viajeros y una criada cuya edad nunca me fue comunicada, ¿cómo iba a saber que era una anciana? No he traído mi caballo, repito, y por si no se ha dado cuenta, soy demasiado alto para viajar en una de las pequeñas mulas que nos acompañan. En segundo lugar, prima, no debe disponer del cuerpo y la voluntad de los demás para llevar a cabo sus propias obras de caridad. Si quiere ser generosa, séalo usted. Es muy injusto obligar a los otros a que hagan lo que deberíamos hacer nosotros mismos —él parecía satisfecho con la pequeña lección que acababa de darle, pero la joven mostró total indiferencia ante sus palabras.
—Ese consejo, viniendo de alguien que tiene esclavos para que trabajen sus tierras, es ciertamente divertido. Divertido, aunque hipócrita —los ojos de él ardían de furia cuando la escuchó, pero no pudo responderle porque se adelantó el tío Anselmo.
—¡Ya está bien, Catalina! ¡No hay excusa para tu comportamiento! —Anselmo estaba fuera de sí. Pensar que aquella mocosa podía estropear la boda y con ella todas sus aspiraciones lo enloquecía. Le había prometido que le contaría toda la verdad a su madre si no se llevaba a cabo el matrimonio y por Dios que lo haría, aunque con ello le ocasionara la muerte a la marquesa. A ver si seguía dándose humos aquella muchachita cuando todo el mundo supiera que no tenía derecho al apellido, a la posición, ni a la fortuna de los Ordaz. Cuando todos la rechazaran, a ver si seguía sintiéndose tan digna.
La marquesa, como siempre, se posicionaba del lado de Catalina y eso enervaba a don Anselmo.
—No creo que tu padre te educara para convertirte en el hombre duro que eres ahora —dijo la mujer, de forma tan queda que parecía hablar sólo para sí misma.
—Mi padre, querida tía, me educó con la misma mano dura con la que levantó la hacienda, para que tampoco yo me derrumbara ante ningún vendaval —miró entonces a Catalina—. En cuanto a mis esclavos, prima, no son ni más ni menos que sus criados. Dudo que pudiera usted sobrevivir sin el batallón que la ha servido toda la vida y se lo ha hecho todo.
Catalina no se dignó responderle, ni a mirarlo siquiera. A duras penas podía contener el deseo de darle una bofetada. Apoyó la cabeza contra su respaldo y cerró los ojos tratando de no pensar en cómo sería su vida en adelante, en cómo la convivencia con aquel hombre iría matándola poco a poco. Inconscientemente, comenzó a darle vueltas al anillo de compromiso. Se lo había puesto en cuanto subió al buque y lo había llevado durante todo el viaje, pero aún no se había acostumbrado a él. El enorme azabache engarzado en oro pesaba en su dedo más que el plomo.
Tobías la observó durante unos instantes y después clavó la mirada en el paisaje que se veía a través del ventanuco. La Favorita, su hacienda cacaotera, estaba a menos de una hora de distancia. Habían pasado la cañada Vargas y la ermita de San Juan de Dios de camino hacia la plaza mayor. Por primera vez, Catalina había visto cómo era realmente Maracaibo. En los barrios de las afueras, las casas tenían paredes de bahareque, como decían los lugareños. El bahareque estaba formado por palos entretejidos con cañas y barro. Los tejados eran de eneas, unos juncos que crecían en las orillas del lago. Todo esto hacía que los barrios más pobres fueran, una y otra vez, pasto de las llamas. Las calles principales y los alrededores de la plaza y la iglesia mostraban, en cambio, elegantes construcciones de dos plantas, paredes de mampostería y techo de teja. Llamaban la atención sus hermosos balcones de madera oscura. Se distinguían las casas señoriales porque cerca de la puerta, en la fachada principal, solían lucir el escudo familiar en piedra labrada. Maracaibo no era la aldea desastrada que Catalina había imaginado.
Tobías también miraba las casas de la calle principal tratando de olvidar que aquella desagradable muchacha sería su esposa dentro de unos meses. Siempre había sabido que Catalina no era la mujer ideal para él. Su madre, que había vivido en España toda su vida, a excepción de las escasas temporadas que había pasado con su padre y con él en la hacienda, frecuentaba la casa de sus tíos y le había dicho en infinidad de ocasiones que la joven se estaba volviendo demasiado voluntariosa y terca, no tenía una buena opinión de ella, pero Tobías le había prometido a su padre que no permitiría que el marquesado de Monteluna fuese a parar a manos de algún imbécil que se casara con su prima.
Su madre también le había contado (y por eso Tobías detestaba a la muchacha) que en una ocasión la había escuchado discutir con su padre sobre la posibilidad de casarse con él e ir a vivir a Maracaibo y no habían salido lindezas de sus labios. Lo más bonito que había dicho de Tobías es que seguramente sería un bruto ignorante sin un mínimo sentido de la etiqueta y la civilización.
Pero no había nada que hacer: aquel matrimonio era un hecho desde el instante mismo en el que ambos nacieron.
Comments