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Foto del escritorMarcia Cotlan

Capítulo 1 de LA LLAVE DEL CORAZÓN (saga «Los hijos de El Monstruo», 1).

Actualizado: 25 jul 2018


CAPÍTULO 1


Cuando el detective Travis Duncan cruzó la puerta acristalada del supermercado, Alana Keller no supo si sentirse aliviada o todo lo contrario. El guardia de seguridad la tenía agarrada por el brazo para evitar que se escapara corriendo y, sobre el mostrador, al lado de la máquina registradora, había colocado el botín de la joven: las dos cosas que había robado. Era una situación incómoda. Peor: era una situación humillante y, de todas las personas de la ciudad, el último que quería que la viera en esas condiciones era él. Precisamente él. ¡Y además no tenía ni idea de que fuera policía!

Travis recorrió el pasillo entre las estanterías llenas de comestibles sin fijarse en ella. Iba hablando con otro policía, su compañero, un gigante moreno de barba que era tan atractivo como el propio Travis, aunque parecía varios años mayor. Formaban un tándem tan fabuloso que las mujeres que había en el supermercado dejaron de mirar a la joven con gesto de rechazo y se quedaron hechizadas ante la visión de aquellos dos espectaculares especímenes masculinos. Pero Alana solo tenía ojos para Travis. Desde la primera vez que lo vio, semanas atrás, su mirada escrutadora y seria y ese gesto en los labios, entre cínico y asqueado, habían hecho que algo en su interior se tensara. Él solía pasarse la mano por la barba de tres días, casi a modo de tic, y cruzar los brazos sobre el pecho con gesto de pocos amigos. Parecía estar siempre enfadado, como si algo le saliera constantemente mal, pero cuando quería ser encantador, esbozaba una de sus sonrisas de tigre al acecho y desplegaba con maestría aquella capacidad suya de mirar perezosamente a los ojos, haciendo que el pulso de la joven se acelerara.

El dependiente salió de detrás del mostrador, se acercó a él y lo llamó detective, por eso se enteró de que era policía, ya que no llevaba uniforme, sino unos vaqueros gastados y una camiseta gris con el emblema de Harley Davidson. El dependiente y Travis hablaron a suficiente distancia como para que sus palabras no fueran escuchadas por la joven.

—¿Por qué carajo me llamas para estas gilipolleces, eh, Orson? —preguntó malhumorado—. Son los de la patrulla los que se encargan de los robos.

—Lo sé —contestó el dependiente, un chico de apenas veinte años cuyo rostro aún tenía las marcas de acné de la adolescencia—, pero no quiero meterla en líos, solo que la asustes un poco. Mis jefes están hasta los huevos de que entre a robar, pero no parece mala tía…

—A ver, ¿dónde está? —el humor de Travis no había cambiado y parecía tener prisa. Orson se apartó para señalarla y entonces el detective la vio. Alzó una ceja, sorprendido, y respiró hondo de manera que fue evidente para cualquiera que lo estuviera observando que su pecho había subido y bajado de manera ostensible.

Cuando Alana sintió su mirada sobre ella, se estremeció y sus mejillas se tiñeron de un rojo intenso. No pudo evitar cerrar los ojos durante un segundo. Oyó los pasos de él acercándose y volvió a abrirlos de inmediato. El aura que lo rodeaba era electrizante. Aquel hombre siempre conseguía que el tiempo se detuviera para ella y que hasta el último músculo de su cuerpo se volviera de gelatina. Caminaba con la seguridad del que domina la situación y al detenerse a su lado, un aroma cítrico y varonil la envolvió.

—¿Es esta la ladrona? —su voz tenía un timbre un poco ronco, profundo y sexy. Se comportaba como si fuera la primera vez que la veía, como si no se conocieran.

—Sí, es ella —respondió Orson—. Y no es la primera vez que roba aquí, aunque nunca hemos podido pillarla hasta hoy.

Travis no había apartado la mirada de la muchacha ni un solo segundo y ella se sintió empequeñecida y desastrosa, con sus viejos vaqueros cortados a tijeretazos para convertirlos en shorts y su gastada camiseta negra con el dibujo de la lengua de The Rolling Stones. Para colmo de males, las sandalias de cuero mostraban unas uñas que habían estado pintadas de rojo, pero que en esos instantes se encontraban medio despintadas.

—Vamos a la trastienda un momento, quiero hacerle unas preguntas —ordenó Travis. El guardia de seguridad soltó el brazo de Alana para que siguiera al detective, aunque sabía que aquello era ilegal: no podía retenerla así, ni tampoco cachearla. Tras ella, vigilando para que no se escapara, iba el otro policía, su compañero. Travis comenzó a escuchar el levísimo tintineo que acompañaba siempre los movimientos de la joven y que lo volvía loco. El sonido procedía de algún pequeño cascabel que no llevaba a la vista: ni en un colgante, ni en una pulsera… Imaginarse el lugar en el que podría estar hacía que su temperatura aumentara varios grados.

Accedieron a un cuartucho diminuto con una pequeña mesa y tan solo una silla. No tenía ventana. En una esquina, había un armario destartalado en cuyo interior, tal y como mostraba la puerta entreabierta, se guardaban paquetes de galletas y botellas de agua.

—Siéntese —le dijo Travis con voz neutra. Alana obedeció. Se sentó en la silla plegable y sus piernas desnudas notaron el frío del metal. No se atrevió a mirarlo. Ambos policías se colocaron frente a ella, de pie, pero el de barba no abrió la boca—. Somos los detectives Duncan y Donahue —informó Travis.

—¿Quién es Duncan y quién es Donahue? —quiso saber. Él la observó, paseó su mirada sorprendida por el rostro de la muchacha. Desde que lo había visto por primera vez, Alana había deseado saber su nombre. Había barajado varias posibilidades y llegó a la conclusión de que no podía ser un nombre corriente. No podía llamarse Peter, ni Bob, ni nada por el estilo. Para su disgusto, Travis no le respondió. Continuó hablando como si no la hubiese escuchado—. La acusan de robar, señorita. De robar varias veces, además.

—¿Ambos son detectives? —lo interrogó, alzando una ceja—. ¿Y desde cuando los detectives de la policía se interesan por un caso de tan poca importancia?

Travis frunció el ceño y su compañero trató de ocultar la sonrisa. Los chispeantes ojos azules de Alana brillaron de pura malicia. Era perfectamente consciente de su atractivo. Puede que estuviera vestida como una pordiosera, pero aquella ropa no ocultaba sus curvas, ni la ausencia de maquillaje restaba un ápice de intensidad a sus labios carnosos, sus pómulos marcados y sus ojos azules.

—Bien, veamos lo que has robado —continuó Travis, haciendo caso omiso a sus palabras. El gigante moreno le tendió el botín: una caja de tampones y una lata de comida para perros. El detective resopló.

—No sabía que fueras policía —la voz de ella sonó tremendamente sensual, aun sin pretenderlo. Lenta y sibilante. Al escucharla, el otro detective se volvió hacia Travis con rostro interrogativo, como si le estuviera preguntando a su compañero: “¿De qué va todo esto?”.

—¿Nos dejas un momento a solas, Donahue? —le dijo Travis a su compañero. Este salió del cuarto de mala gana y en su rostro se veía cierta advertencia, como si aquello que el detective estaba haciendo fuese de lo más inconveniente. Cuando al fin quedaron solos, la miró a los ojos sin la máscara de profesionalidad que había llevado puesta hasta ese momento, pero con un brillo de mal humor.

—Así que tú eres Duncan… —la sonrisa de Alana iluminó su rostro. Travis la miró con tal intensidad que la hizo estremecer.

—¿Se puede saber por qué robas tampones y una lata de comida para perros? —ya no parecía malhumorado. Había algo acariciador en su mirada, algo tierno que le inspiraba confianza y eso sí que era novedoso. Ella desconfiaba de todo el mundo. Siempre.

—Me gusta cómo suena… Detective Duncan… Te pega. Pero es tu apellido. ¿Cuál es tu nombre? —cuando escuchó sus palabras, él apoyó los puños en la mesa, mirándola desde arriba.

—Respóndeme, ¿por qué robaste comida para perros y tampones? —casi parecía divertido.

—Dentro de una semana tendré la regla y Jaggertiene la mala costumbre de comer, al menos, una vez al día —Alana sonrió de nuevo. Travis miró su camiseta con la famosa lengua de The Rolling Stones. Su perro se llamaba Jagger. Desde luego, le gustaba la música de sus satánicas majestades.

—Dime, ¿te pagan poco en la gasolinera y por eso tienes que robar? —estaba verdaderamente interesado. Ella se puso de pronto seria y trató de desviar el tema. Se levantó de la silla haciendo que el sensual tintineo de cascabeles excitara hasta el último nervio del cuerpo del detective. Quedaron frente a frente, con la pequeña mesa entre ambos, pero tan cerca que la respiración se les aceleró. Su famosa sonrisa de tigre al acecho le cruzó el rostro justo antes de prevenirla—. Estás jugando con fuego, Marnnie.

—¿Marnnie? —preguntó ella con una amplia sonrisa y un deseo feroz de acariciarlo. Llevaba demasiado tiempo llenando el depósito de su maldito todoterreno, con la mirada de su jefe encima y sin poder confraternizar con el detective Duncan por ese motivo, por miedo a que la despidieran. Y, finalmente, había sido despedida de todos modos.

—Es la protagonista de una… —lo interrumpió.

—De una película de Hitchcock, lo sé. Marnnie, la ladrona —su tono era de suficiencia—. No estoy jugando con fuego, detective Duncan. En primer lugar, porque no estoy jugando y en segundo lugar, porque tú no eres de fuego, ¿o sí? —esto último lo dijo casi en un susurro.

—Estás tratando de hacerte la graciosa, ¿no?

—Puede que sí —declaró ella con humor, acercándosele más.

—En serio, ¿por qué robas estas gilipolleces?

—Si me dices tu nombre, prestaré declaración… Una declaración completa y sincera, detective Duncan.

—Si en vez de venir yo, hubiera venido uno de los chicos de la patrulla, estarías en serios problemas, ¿lo sabes? Acabarías en comisaría y te ficharían.

—Vamos, no te hagas de rogar, dime tu nombre. El mío es Alana Keller —seguía insistiendo, pero él no dijo nada. Guiada por un impulso incontrolable, elevó la mano hasta el rostro del detective y las yemas de sus dedos acariciaron la firme mandíbula, sintiendo las cosquillas de la incipiente barba—. ¿Por qué a veces tienes este gesto de muralla?

—¿Gesto de muralla? —contuvo la respiración cuando ella lo tocó. Aquello era surrealista. ¿Por qué dejaba que lo tocara? ¿Por qué la ladronzuela le afectaba de aquella manera?

—Sí, de muralla… Un rostro infranqueable, como una declaración de intenciones: «Nadie pasará de aquí, nadie logrará entrar» —su voz era casi un ronroneo, sus dedos aún no se habían apartado del rostro de Travis—. ¿Qué es lo que no quieres que la gente descubra de ti? —estas palabras lo sacaron de su ensimismamiento y como si se hubiera accionado un resorte en su interior, se apartó de la joven. Ella iba a decir algo, pero entonces llamaron a la puerta.

—Travis, debemos irnos —la voz de su compañero era tal y como uno se imaginaba que tenía que ser la voz de alguien de tal envergadura: profunda y cavernosa.

—Ya voy —respondió, mirándola fijamente justo antes de llevar la mano al picaporte.

—Adiós, Trav —dijo ella, utilizando a propósito el diminutivo del nombre que acababa de conocer. La mano de él se crispó sobre el pomo de la puerta y tardó unos segundos en abrirla y desaparecer sin decir ni una palabra más.


*


Kurt Donahue y Travis Duncan trabajaban juntos desde hacía dos años y medio, justo cuando Travis había ascendido a detective y había removido cielo y tierra para que Kurt fuera su compañero, aunque se habían convertido en mucho más que eso. Eran amigos.

—¿Qué coño estaba pasando ahí dentro, Travis? —la voz de Kurt era de preocupación y de incredulidad.

—Nada —dijo secamente.

—¿Cómo que nada? ¿Crees que soy imbécil? Vamos, tío, la manera en la que os hablabais… —Kurt iba conduciendo y su miraba oscilaba entre la carretera que se extendía ante él y el espejo retrovisor. Travis apoyó la cabeza en el cristal de la ventanilla durante unos segundos. Parecía pensativo.

—Trabaja en la gasolinera por las noches. La conozco solamente de eso. No ha ocurrido nada entre nosotros.

—No ha ocurrido nada aún —dijo Kurt con el ceño fruncido. Detuvo el coche a la altura del desvío hacia Tampa. Ese tramo de la carretera estaba en obras y lo habían cortado momentáneamente para que circularan los coches del sentido contrario—. No me malinterpretes, me importa poco con quién te lo montes. Lo que no me gusta es que te tomes a broma las cosas del trabajo. Sé que viniste por hacerle un favor a Orson. Ese fue el primer error, porque los hurtos de poca monta no son cosa nuestra. Pero lo peor es que si tienes cualquier tipo de relación, por superficial que sea, con una sospechosa, no debes interrogarla ni, mucho menos, jugar a los policías en un cuarto cerrado. Parece mentira, joder. No eres nuevo en esto —Kurt lo miraba fijamente con sus intensos ojos negros, heredados de algún antepasado armenio. Se rascó la barba y apartó la mirada de su amigo.

—Solo tonteamos un poco, nada serio. Ni siquiera sabía cómo se llamaba. La veo los jueves, a última hora, cuando voy a echar gasolina y a meter el coche en el auto lavado —su voz parecía cansada, como si le diera pereza explicar aquello, pero Kurt lo conocía lo suficientemente bien como para saber que algo ocurría. Travis nunca se lo pensaba dos veces para llevarse a la cama a una mujer que le gustaba. Le costaba poco, además, engatusarlas. Si no había dado ese paso con un bombón como aquella ladronzuela es que ocultaba algo, pero a Kurt le costaba imaginar qué era lo que detenía a su amigo.

—Pero a ti te gusta, ¿no? —le preguntó a Travis con una media sonrisa. Quería ver si este respondía de la manera desenfadada con la que él hablaba de las mujeres. Esperaba una respuesta del tipo: “A cualquier heterosexual le gustaría, ¿has visto lo buena que está?”.

—No vamos a sacar las cosas de quicio, Kurt —fue todo lo que dijo y, de pronto, parecía estar de muy mal humor. Eso fue lo que le indicó al detective Donahue que aquella belleza de pelo negro y ojos claros no era el prototipo de polvo de una noche y sin complicaciones para Travis Duncan.


*


Mi querido niño:

A estas alturas, la señora Longstone ya te lo habrá contado todo. Tienes edad para saberlo. Te envío, por lo tanto, mis diarios. Los he ido escribiendo todos los días desde que naciste. Son para ti, para que sepas lo que hago cada día y, sobre todo, para que tengas claro lo muchísimo que te quiero. Estás presente en cada segundo de mi vida, no lo dudes jamás, aunque las circunstancias hagan peligroso que estemos juntos.

No podré enviarte cartas asiduamente, ni tú a mí tampoco. Cuantas menos pistas dejemos, mejor. Lo que sí podemos hacer es escribirnos diarios y enviárnoslos una vez que los hayamos terminado. La señora Longstone los ha escrito por ti durante todo este tiempo, desde tu nacimiento, para que yo pudiera saber lo que te ocurría, pero ya tienes edad de escribirlos tú y estoy deseando leerlos de tu puño y letra. Guárdalos bien, que nadie te los encuentre. Lo mejor es que quemes los míos una vez que los hayas leído, será más seguro. Quema también las fotos que te envío en este paquete. Su finalidad es que conozcas mi cara y veas cómo he ido cambiando a lo largo de estos doce años, desde tu nacimiento. Las fotos están hechas siempre el día de tu cumpleaños. Comprobarás que el paisaje, a veces, es desértico y, a veces, muy verde o totalmente nevado. Me muevo mucho. No suelo permanecer demasiado tiempo en ningún lugar. He vivido también fuera del país. Ya sabes, tratando de borrar mis huellas.

Quizás algún día (rezo por ello a los dioses de todas las religiones posibles) él desaparezca de nuestras vidas y nosotros podamos encontrarnos por fin. Te adoro, mi vida, nunca lo olvides.

Con amor,

Mamá.


*


Travis abrió la puerta del sótano. Era blindada y de doble hoja, de modo que parecía una especie de búnker. El mobiliario era escaso: una gran mesa en el centro, un par de sillas, una de las cuales estaba llena de carpetas, estanterías llenas de papeles archivados y decenas de corchos en las paredes con cientos de fotografías de asesinatos clavadas con chinchetas. Asesinatos de mujeres jóvenes y rubias en su mayoría. Había alguna que otra de pelo castaño claro también. En el fondo de la habitación, pegado contra la pared, podía verse un enorme arcón de acero.

Se sentó en la silla giratoria y comenzó a mirar las fotografías de las paredes. En una se veía un pie descalzo y el zapato, de color oscuro y con el tacón roto, unos metros más allá, aunque en la fotografía ese zapato no era más que una mancha borrosa y había que leer el expediente del caso para saber qué era en realidad. En otra foto se veía un primer plano de una mujer muerta, con los ojos aún abiertos, acuosos y el horror impreso en ellos. Desde que había conocido a Alana, bajaba más a menudo allí, al sótano de los horrores, para recordar por qué no debía dejarse arrastrar por lo que sentía. Aquella ladronzuela no despertaba solo su entrepierna, por eso era peligrosa. Despertaba una parte de su corazón que no debía abrirse a nadie, pero cada vez le resultaba más difícil mantenerla alejada. ¿Qué le había dicho ella?... Ah, sí… Que tenía gesto de muralla, y después le había preguntado qué era lo que no quería que descubrieran de él. Tal y como la señora Longstone solía decir: «Hay gente que es como una llave, gente que abre todas tus cerraduras». Alana era así: como una llave maestra y él no podía permitirle que abriera ni una sola de sus cerraduras.


*


Travis tenía la típica casa de soltero, semivacía y sosa, aunque la construcción era bonita: una vivienda unifamiliar de color blanco, ventanas oscuras y más cuartos de los que necesitaba, pero él la tenía casi sin amueblar. Todo era extra grande: la televisión y el sofá de la sala, la cama, incluso la mesa y las sillas del comedor eran de un tamaño considerable, como si creyera que con los muebles pequeños se notaría más que casi estaba vacía.

En esos momentos, cocinaba una salsa carbonara para los fetuccinique iba a comerse. Se comportaba como un experto cocinero y, de hecho, no lo hacía nada mal. Había aprendido con la señora Longstone, pues ella solía contarle cosas de su madre mientras preparaba la comida o la cena de los chicos que vivían en la casa de acogida. Travis recordaba todos sus secretos culinarios cuando se enfrentaba a los fogones. La pasta solía quedarle al dente gracias a las enseñanzas de la señora Longstone. La salsa carbonara, en cambio, era de cosecha propia. Había ojeado muchos libros de cocina, tomando apuntes de aquí y de allá, y finalmente el resultado tenía poco que ver con la salsa carbonara original. Estaba probándola y decidiendo que necesitaba una pizca más de sal cuando se dio cuenta de que le faltaba algo, de que aquel silencio era inusual… ¡Su teléfono no había sonado durante las dos últimas horas! Frunció el ceño, contrariado, y se palpó los bolsillos del pantalón. Después se acercó a la puerta de entrada para hacer lo mismo en los bolsillos de la chaqueta que colgaba del perchero. Nada. Fue al garaje y rebuscó en el coche, por si se le había caído allí, pero tampoco lo encontró. Era excepcionalmente cuidadoso con el orden de las cosas. Cuando esperas ser atrapado por alguien, cuando sientes que pueden seguirte la pista y tu vida corre peligro, es normal memorizar dónde dejas cada objeto y cómo colocas cada cosa para advertir al instante si alguien la ha tocado. Recordaba perfectamente que había utilizado su móvil justo antes de entrar en el supermercado e interrogar a Alana. Después, lo había guardado en el bolsillo izquierdo de su chaqueta, como siempre… Entonces cayó en la cuenta… ¡Alana Keller! Durante un instante ella se había acercado mucho a él, excesivamente. Lo distrajo con sus artimañas y ni siquiera se dio cuenta, ¡estúpido! Aquella ladronzuela le había robado el móvil…

Apartó la salsa carbonara del fuego y se dirigió a su todoterreno con intención de buscar en la base de datos de la policía la dirección de Alana.

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