Oí hablar por primera vez de la agencia de acompañantes Waterham’s en la inauguración de una exposición de esculturas, en una galería de la zona oeste de Vancouver. Había viajado varias veces a la ciudad para la liquidación de uno de los negocios de Patrick, mi marido, y me quedaban al menos un par de meses aún para ultimar todos los detalles de la venta, tanto del local como de las pocas obras de arte que todavía contenía. En aquella ocasión, había ido a la fiesta con mi amiga Lauren y mientras ella revisaba su maquillaje en el tocador, un par de mujeres de unos cincuenta años, elegantes, aún hermosas y deseables, pero vestidas y peinadas con tal exageración que parecían cacatúas, intercambiaban confidencias que no lo eran, pues decían a voz en grito, para quien quisiera escucharlas, que los hombres de la agencia Waterham’s dejaban sin respiración: guapos, sexys, cultos y mucho más que diestros en la cama.
—Míralas bien, Valentina —me dijo Lauren al oído—. Son patéticas… Se han pasado toda la vida rondando a viejos ricos que las mantuvieran y ahora que son ellas las que peinan canas, pagan a jovencitos para que les calmen los ardores de toda una vida sin orgasmos.
Le sonreí a Lauren, siempre con su lengua viperina en pie de guerra, pero ella no sabe lo que es acostarse con hombres año tras año de tu vida y que no logres correrte con ninguno. Yo sí lo sabía, por eso no pude olvidar las cosas que decían sobre aquella agencia. Aún volví tres veces más a Vancouver antes de instalarme durante dos meses en uno de los hoteles del centro y me preguntaba por qué no intentarlo. Vancouver no era mi ciudad, solo estaba de paso, nadie se enteraría jamás, y era un trato entre adultos donde ambos consentían y estipulaban los límites. Sexo a cambio de dinero, tan antiguo como el mundo. Busqué la dirección de la agencia en internet y me debatí entre el ansia y las dudas aún durante una semana más, hasta que al final me decidí.
Cuando el primer acompañante no logró ganarse la confianza que yo necesitaba para dar un paso así, no me preocupé. Tampoco lo hice cuando el segundo y el tercero me resultaron confiables, pero poco atractivos, a pesar de que su belleza era innegable. No me gustaban, así de simple. Pero después de que el cuarto, quinto y sexto tampoco fueran lo que yo esperaba, le dije a la señora Waterham que quizá deberíamos dejarlo pasar, que aquello no era para mí. Ella se puso nerviosa, tal vez por miedo a que hablara mal de su negocio a mis amigas… ¿A mis amigas? ¡Ni que estuviera loca! Jamás le diría a nadie que había ido a un sitio así a buscar sexo. A pagar por sexo, en realidad.
—Dame unos días. Voy a ver si puedo localizar a Jack. Se está tomando un tiempo de vacaciones. Es excepcional, el mejor. No te rindas aún, Lucy. Intentémoslo solo una vez más. Si con Jack no funciona, puedes irte sin ningún compromiso, ¿de acuerdo? —me propuso la señora Waterham. Cada vez que me llamaba Lucy me pillaba desprevenida. Había decidido no dar mi verdadero nombre, pero no lograba hacerme a la idea de que cuando decía Lucy en voz alta, era a mí a quien se estaban refiriendo.
La miré con cierto recelo, sin creerme que ese tal Jack fuese a ser distinto de los seis anteriores, pero ella era de lo más convincente. Meneó con seguridad su melena cardada y taconeó a mi alrededor con sus stilettos, un poco nerviosa. Le dije que de acuerdo, que conocería a Jack. Olvidé el tema hasta que me llamó de nuevo, varios días más tarde. Entonces fui a verla, bastante más calmada que en ocasiones anteriores porque esta vez, por fin, estaba convencida de que aquella agencia no tenía nada que ofrecerme. Al menos, no lo que yo deseaba. Me hizo pasar a su despacho y me pidió que la esperara mientras iba a buscar a ese magnífico acompañante que me quería presentar.
Tardó unos instantes en regresar, lo justo para que a mí me diera tiempo a estudiar a fondo su despacho. No había podido hacerlo en las anteriores ocasiones porque estaba aterrorizada. Esta vez solo me sentía nerviosa y ni siquiera demasiado… O eso me decía a mí misma.
Los muebles del despacho eran de líneas sencillas y de un color blanco lacado que daba al lugar un aspecto elegante, sofisticado y limpio. Había revistas de arquitectura sobre una mesa auxiliar que estaba segura de que su dueña no había leído jamás y algunas fotografías en blanco y negro de Marilyn Monroe tomadas por Eve Arnold —imagino que eran reproducciones, no originales— colgadas estratégicamente en las paredes, sobre todo en la que había detrás el escritorio.
El corazón me latía deprisa mientras esperaba su regreso. Me sentía un poco obligada a continuar con aquello, aunque había rechazado a seis posibles acompañantes y nada me hacía suponer que el séptimo fuese a gustarme más que los anteriores.
La señora Waterham parecía tan dispuesta a encontrar para mí lo que yo tanto deseaba, que accedí una y otra vez a sus citas.
De pronto, me apetecía salir huyendo, pero la puerta se abrió y ni siquiera me atreví a darme la vuelta. Simplemente esperé a que la señora Waterham estuviera frente a mí y por el rabillo del ojo comprobé que había un hombre en el umbral.
—Ven, Lucy, quiero presentarte a Jack. —Me indicó con un gesto de la mano que me levantara y la siguiera.
Lo hice y al darme la vuelta me topé con mi futuro acompañante. ¡Y qué acompañante! Sus cejas se alzaron al verme y, casi de inmediato, frunció el ceño. Iba vestido con unos pantalones oscuros que se apoyaban sensualmente en sus caderas y una camisa blanca que hacía más llamativo el tono moreno de su piel. Sus ojos eran de un increíble color azul cobalto y su rostro reflejaba una dureza de carácter que me hizo estremecer. Lo más extraño de todo es que su cara me resultaba muy familiar, aunque no lograba recordar de qué lo conocía. ¿O lo habría visto en algún cartel publicitario? Era tan guapo que no sería de extrañar que también realizara algún trabajo ocasional como modelo.
Noté que él me hacía un repaso rápido, tratando de ser discreto. Me sentí incómoda… Yo llevaba uno de esos vestiditos de club de campo, dulces y favorecedores, de color azul claro, y el pelo liso y suelto, sin ningún peinado especial. Sabía que representaba menos de treinta y tres años con aquella indumentaria. No era como él esperaba que fuera. Me alejaba del prototipo de mujer que iba a aquella agencia: no tenía cincuenta años, ni llevaba el pelo cardado, grandes joyas y un maquillaje brillante incluso a aquellas horas de la mañana. Y sobre todo, no iba a correrme de gusto solo porque me diera un buen par de lametones. No. Yo llevaba apenas un toque de rubor en las mejillas, máscara de pestañas y un ligero brillo de labios. Y hacer que me corriera le iba a costar a Jack horas de duro trabajo, si es que lo lograba.
Aquel hombre me estaba mirando con detenimiento, casi con mala educación, y se detuvo un instante en el pequeño puñado de pecas tostadas que me salpicaba la nariz. Como si su mirada fuese una pluma que me estuviera haciendo cosquillas, fruncí el ceño en un gesto involuntario y entonces él me miró a los ojos, muy serio, concentrado.
—Lucy, este es Jack. Creo que os llevaréis bien. —La señora Waterham me sonrió mientras me agarraba por el codo y me acercaba a él, que adelantó la mano. Se la estreché con cierto reparo y los dedos fríos debido a los nervios. Su piel era cálida y suave. Me recorrió una corriente eléctrica cuando nuestras manos se rozaron y sentí... No sé cómo explicarlo… Sentí que estaba en casa, que algo que emanaba de él me recordaba lo que era un hogar, esa sensación calmada que te acompaña en la infancia cuando todo va bien. Tal vez su olor me transportara al pasado, no lo sé.
—Encantado —dijo, dedicándome una sonrisa que me pareció forzada.
—Igualmente —respondí. La voz me salió un poco estrangulada.
—Le estaba diciendo a Lucy que tienes libre la tarde de pasado mañana. Podéis quedar para tomar un café y acordar los detalles de vuestra próxima cita —le explicó la señora Waterham a Jack. Él asintió.
—Por mí, perfecto. ¿Qué te parece si quedamos en el Daines, a las seis de la tarde? —Estaba mirándome, taladrándome con sus ojos azul cobalto. Tragué saliva con dificultad. Dios mío, qué violento era aquello, cuántos eufemismos… Acordar los detalles de nuestra próxima cita o, lo que era lo mismo, decirle a Jack qué servicios deseaba, cuáles eran mis preferencias… en la cama.
—Me parece bien —respondí, aunque no tenía ni idea de dónde se encontraba aquel lugar. Más tarde preguntaría en la recepción de mi hotel o lo buscaría por internet.
—De acuerdo, entonces, Jack —dijo la señora Waterham, sin atreverse a despedirlo. Puede que aquel hombre fuera su empleado, pero ella no lo trataba como tal.
Él forzó otra sonrisa y me dedicó una nueva y rápida mirada de reconocimiento, de pies a cabeza, justo antes de desaparecer por la puerta tras murmurar alguna palabra que no logré entender, tales eran mis nervios. Probablemente fuera una despedida. Clavé la mirada en la puerta que él había cerrado, sintiendo una cierta desazón por la marcha de Jack.
—Es el mejor, Lucy, te lo aseguro. Quedarás encantada, ya lo verás. Es muy particular, nunca lo comprometo sin que vea a la clienta, porque es un hombre muy especial, muy selectivo. Es el más solicitado y el que más veces se niega a realizar salidas con las clientas. —Me dirigió una mirada de camaradería, aunque sabía que trataba de hacerme sentir especial, pues Jack había accedido a salir conmigo. La odié un poco. Me pareció mezquina y rastrera bajo su ropa de Narciso Rodríguez y sus increíbles zapatos de Jimmy Choo.
Me pregunté si todas las mujeres lo buscarían exclusivamente para el sexo o si habría alguna que solo deseara su compañía. Como si me estuviera leyendo la mente, ella me respondió.
—Tiene una clientela fija que solo lo quiere como amigo. Es un hombre cultivado y elegante, habla de arte, literatura, política… Podrías pedirle que te acompañara a una recepción y jamás te dejaría en evidencia. Muchas mujeres buscan eso, un hombre refinado que las escuche y al que lucir ante sus amigas. No todas, por supuesto. Hay gente que pide… más. —Me sonrió.
Comencé a sudar. Aquella mujer no me había preguntado qué deseaba de Jack, esperaba que yo misma se lo dijese a él y, solo de pensarlo, la cabeza me daba vueltas. Decirle a un perfecto desconocido «quiero que logres que me corra… Ningún hombre lo ha conseguido jamás» me parecía como saltar de cabeza a una piscina sin agua. Me pregunté si después Jack debía decirle a ella qué habíamos hecho… Me di cuenta de que la señora Waterham no había hablado de tarifas y servicios, solo me había dado un precio. Imaginé que ese precio era el mismo si le pedía que me acompañara al cine y si pretendía… otras cosas.
Me levanté un tanto nerviosa, nos dimos un beso de despedida, como si fuéramos amigas. No recuerdo muy bien qué más nos dijimos. Salí de aquel lujoso apartamento del centro de Vancouver con una enorme sensación de malestar mezclada con una inmensa excitación. El recuerdo de los ojos azul cobalto de Jack me hacía sentir inquieta. Su mirada me era tan familiar que me intrigaba. ¿Quién era y de dónde lo conocía?
Repasé mentalmente sus rasgos y me di cuenta de que poco a poco mi cuerpo comenzaba a arder y de que aquello era buena señal. Quizás Jack fuese el elegido para transportarme a la gloria. Aquella expresión tan cursi hizo que me avergonzara un poco de mí misma. Me alegré de que nadie excepto yo pudiera escuchar mis pensamientos.
En ese instante acallé la vocecilla interior que me reprochaba pagar por sexo. ¿No había sido una crítica feroz de los hombres que usaban los servicios de prostitutas? ¿No me había parecido siempre despreciable utilizar la necesidad económica de alguien para pagarle por algo tan íntimo como el sexo? Ahogué todo eso, me impedí pensar en ello… Y acabaría pasándome factura, por supuesto.
Comments